AVISO PARA QUIEN QUIERA COMENTAR

¿Dónde está la sabiduría que perdimos en el conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que perdimos en la información?
T. S. Eliot, Coros de La roca, I



lunes, 13 de junio de 2011

Down en Tebas

Hace unos días, en un suplemento de ABC se hablaba de los niños con síndrome de Down. Unos cuantos días antes, un amigo me contaba el caso de una mujer embarazada a quien su médico le había asegurado que el niño venía con el síndrome de Down, y que lo mejor era abortar -téngase en cuenta que en España hay leyes eugenésicas, como en el III Reich o con otra variante en la China real, que convierten esta acción en un derecho y a los niños que van a nacer con este síndrome o con otro "factor" en un estigma insoportable-. El caso, además, termina horrorosamente: la madre es coaccionada médica y socialmente para que aborte: se ejecuta al niño y se descubre que no tenía ningún síndrome, sólo esa temible espada de Damocles que oscila sobre cualquier niño que haya de nacer a este lado de los Pirineos; y la mala suerte de una pequeña disfunción en los infalibles procedimientos de la ciencia, nuestro único dios indisputable en la actualidad. 

Me acordaba de aquel pasaje de Antígona, de Sófocles. Aquel en que Creonte, el gobernador impío de la ciudad de Tebas, desprecia las leyes no escritas de los dioses, las que los ciudadanos sentían como íntimas y razonables, y condena a Antígona por querer enterrar a su hermano Polinices. Y me acordé de lo que escribí en mi libro Leer o no leer. Sobre identidad en la Sociedad de la información:

Las frases de Creonte, por contraste, son severas, sin dialogo. Frases contradictorias e inmorales: “Al que la ciudad designa se le debe obedecer en lo pequeño, en lo justo y en lo contrario”; frases que humillan a los muertos y a los dioses: “es trabajo inútil ser respetuoso con los asuntos del Hades”; y con las que se priva de vida, como cuando a la pregunta de Ismene: “¿Y qué vida es soportable para mí sola, separada de ella?” Creonte le responderá en presencia de Antígona: “No digas ‘ella’: no existe ya”. El poder político asigna nombres y pronombres en el interior de la ciudad, vidas y muertes: ya no es Antígona, ni siquiera el pronombre “ella”: ya no existe. Creonte hace que Antígona desaparezca del diálogo dramático y de la escena, que es el modo de dejar de estar vivo teatralmente, y en la vida es el comienzo de la ausencia definitiva: cuántos débiles no son nombrados, y por lo tanto se les niega la humanidad. Es raro el diálogo, porque su primera ley, la paradójica ley no escrita, es la de reconocer la dignidad del otro, esa cámara sagrada en la que sólo se puede entrar descalzado. Para dialogar hay que reconocer la dignidad esencial del otro, aunque pensemos que sus palabras son equivocadas o nocivas. Ningún auténtico diálogo puede terminar con la eliminación de aquel hombre o mujer, porque entonces se resolverá en monólogo, construido sobre la violencia y el silencio. pp. 78-9.

Pero, gracias a Dios, y no al trágico destino, siempre hay perdón para quien lo busca.